martes, 12 de febrero de 2019

El lenguaje, en problemas

Tanto las neurociencias como el psicoanálisis coinciden en que las primeras experiencias de la vida influyen sobre el desarrollo del cerebro y el psiquismo.



Los terapeutas de niños asistimos con preocupación al incremento de consultas por trastornos de lenguaje. Los chicos hablan tarde, poco, mal o de modo selectivo. Es decir: en algunos momentos o con determinadas personas.

Ya no son sólo las disfunciones lingüísticas de antaño (dislalias, disfasias, disfluencias), sino una especie de desinterés comunicacional. En las entrevistas con los padres, cuando buscamos una posible causalidad, aparece la precoz e intensa exposición a las pantallas, que en algunos casos reviste casi el carácter de adicción.

Infancias “tecnologizadas”, incomunicadas, con escaso juego con amigos reales, sedentarios, con problemas de alimentación y de sueño, nos preocupan y ocupan.

¿Se puede asegurar que los niños nacen como nativos digitales? ¿No es más lógico pensar que lo que ha cambiado es la sociedad que los espera?

¿Quizá sucede que, desde que abren los ojos al mundo, ven a sus padres con el dispositivo tecnológico en sus manos y responden como los niños de siempre, queriendo tener lo que sus mayores tienen?

¿No sucederá que el chupete electrónico se instaló en lugar del cuento, el arrorró y la palabra amorosa que, al envolver al bebé, lo humanizan?

En muchos hogares, los niños van a dormir con un celular en la mano, lo que viene a suplir la presencia y la palabra del otro que acompaña en ese “viajecito” al sueño necesario. O almuerzan y cenan frente a las pantallas, sin comunicarse con sus padres, la mayoría de los cuales no predican con el ejemplo, ya que siguen ligados a sus dispositivos móviles en todo momento.

El sujeto humano es tal por poseer ese instrumento increíble que es el lenguaje, cuya aparición y desarrollo no dependen de los tiempos del almanaque.

Si así fuera, todos hablarían alrededor de los 2 años. Sin embargo, un bebé habla si es hablado. Los padres y quienes lo rodean en la crianza le donan las palabras y muestran placer cuando ellos las repiten.


Todos hemos asistido al rostro embelesado de un bebé tomando la boca de su mamá o papá, en un intento por tocar las palabras que de allí brotan.

Nada de eso sucede con una pantalla.

Tanto las neurociencias como el psicoanálisis coinciden en que las primeras experiencias de la vida influyen sobre el desarrollo del cerebro y el psiquismo.
Hay una relación directa entre el placer de criar (crianza gozosa) y la riqueza del pensar.

Si en esos primeros tiempos hay situaciones traumáticas –abandonos, carencias afectivas, duelos, violencias–, el contacto con el mundo externo aparecerá como amenazante.

Si lo que hubo fue una exposición excesiva y precoz a pantallas (que jamás suplirán la función materna y paterna), es posible que el psiquismo se arme en un estado de precariedad simbólica, ya que la pura imagen inhibe la fantasía, la imaginación y la creación; o sea, los procesos relacionados con el pensamiento y el lenguaje, justo lo que demandará la escuela.

Hoy, una inmensa cantidad de niños están expuestos a informaciones y exhibiciones que exceden su capacidad de metabolización. Tienen la falsa ilusión de tener el mundo a disposición vía internet. Al vivir en la inmediatez, creen tener un saber que supera al de sus padres y docentes. El conocimiento no está, para ellos, en los estantes de las bibliotecas, sino al alcance de su mano. El teclado y el mouse sustituyen al adulto que, de a poquito, le iba acercando algunos saberes.

En síntesis, si el pensamiento y el lenguaje no siguen un natural proceso de desarrollo –ya que son una construcción–, su riqueza dependerá del encuentro con el otro, de la cultura en la que se nace, de los avatares de la historia personal-familiar y de la estimulación.

Como siempre, aprender es más factible en el terreno del amor.
* Psicopedagoga

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