El hombre común se aproxima. Con
semblante distendido recorre las luces de la noche que ya se anuncia. Tan solo
unos pocos minutos lo separan de su otro ámbito. No es su primera vez. Es una entre
tantas noches. Que se reitera el rito del día a día. No así, las ganas, el
énfasis, la vibra, el sentimiento por estar cada noche. Sintiendo en cada una de ellas, el
recomenzar, el redescubrir, el reencontrarse, el acabar con una reverencia para
volver a subir.
Los rasgos, demarcados por la textura perfumada del maquillaje, lentamente lo transforman. Sin sobresaltos y con plena consciencia de su destino, se envuelve en su más rigurosa capa de férrea voluntad y se entrega. Las palabras sujetan su discurso. La acción lo transporta y lo envuelve. Lo acercan hasta el abismo del escenario y desde allí, parado en el umbral donde tantas cosas pueden hacerse posible, respira, sonríe, agradece y se emociona. Presa de la afectación que emanan las butacas ocupadas por los espectadores, evoca momentos y sucumbe al encanto de las luces que proyectan su figura hasta el mismo rincón de sus penas y olvidos.
El actor, ese hombre común protagonista épico de una vida, no logra protagonizar su verdadera historia. Ausente en sus espacios. Consciente de lo que representa la escena. Eterno enamorado de la pasión y del significado del convivio ve pasar el personaje que lo representa. Ese que le otorga jerarquía a su interpretación. Ese que lo desnuda por completo sin contemplación alguna.
Ese que lo sujeta y de frente le habla con voz pausada. Ese otro que se me parece pero que aún hoy se expresa de un modo diferente. Ese que me provoca a cada paso y por momentos logra sorprenderme.
Los rasgos, demarcados por la textura perfumada del maquillaje, lentamente lo transforman. Sin sobresaltos y con plena consciencia de su destino, se envuelve en su más rigurosa capa de férrea voluntad y se entrega. Las palabras sujetan su discurso. La acción lo transporta y lo envuelve. Lo acercan hasta el abismo del escenario y desde allí, parado en el umbral donde tantas cosas pueden hacerse posible, respira, sonríe, agradece y se emociona. Presa de la afectación que emanan las butacas ocupadas por los espectadores, evoca momentos y sucumbe al encanto de las luces que proyectan su figura hasta el mismo rincón de sus penas y olvidos.
El actor, ese hombre común protagonista épico de una vida, no logra protagonizar su verdadera historia. Ausente en sus espacios. Consciente de lo que representa la escena. Eterno enamorado de la pasión y del significado del convivio ve pasar el personaje que lo representa. Ese que le otorga jerarquía a su interpretación. Ese que lo desnuda por completo sin contemplación alguna.
Ese que lo sujeta y de frente le habla con voz pausada. Ese otro que se me parece pero que aún hoy se expresa de un modo diferente. Ese que me provoca a cada paso y por momentos logra sorprenderme.
Actor de todo momento y de cada instante.
Hechicero que sucumbes a la luz de las estrellas que sus ojos contienen, sintiéndote abandonado por el poder de esos mismos ojos que ya, desde hace
tiempo han dejado de mirarte.
Allí
te has instalado para no volver a caminar por donde lo hacías. La plácida arena
que en otros tiempos se entregaba a tus alocados intentos de dibujante ya no te
aguarda como entonces.
Las hendijas húmedas de las tablas del escenario a diario conversan con las crujientes sillas de la sala y recuerdan tus interpretaciones. Evocan los susurros de cuando repasabas la letra ante de subir a escena y desde ahí contarles a los presentes que hay historias que se piensan y otras que se sienten. Historias para ser contadas y otras para vivir atrapadas en ellas.
Las hendijas húmedas de las tablas del escenario a diario conversan con las crujientes sillas de la sala y recuerdan tus interpretaciones. Evocan los susurros de cuando repasabas la letra ante de subir a escena y desde ahí contarles a los presentes que hay historias que se piensan y otras que se sienten. Historias para ser contadas y otras para vivir atrapadas en ellas.