No creo que
quieras verme. Para qué. Dime para qué querrías verme. No se me ocurre que
tengas motivo alguno. No alcanza que te quiera. Es efímera la palabra que
intenta decir tú nombre. Languidece como el frágil tallo de una flor ante el
implacable efecto del sol. Te doblas lentamente. Te caes. Te acuestas y así
permaneces. Observando todo lo plano que te rodea. Sufriendo la desventaja de
la altura. Sintiendo de manera única el fresco de la hierba que te acoge. Así
estas. A una distancia posible. A una distancia escasa. A una distancia
oportuna que me mira y me señala el lugar en que te encuentras. Al que quiero
ir. En el que quiero estar. Al cual deseo pertenecer. Más allá que te quiera,
que sienta la necesidad de regodearme con tus gestos y tus suspiros, qué hay
además. Mis ganas, sí, seguro, y qué, qué hay en ti que te acerque a mí. Dime
qué hay más allá de tu presencia y de tus miradas. Podrías contarme que
significan las sombras que dibujas con tus pausas y titubeos, si quieres o, si
puedes, me gustaría saberlo. Por el favor de compartir los mismos días y
algunas noches, créeme que me gustaría me lo dijeses. Insisto, no creo que
quieras verme. Qué te puedo ofrecer si hasta mis cansadas manos ya no quieren
acercarte flores. Se rehúsan a recordar. Se resisten a volver a sentir antiguos
perfumes que las cautivaron. Qué querrías ver en mí que no conozcas, tal vez la
pesada carga de mirarte desde lejos. No creo que sea nuevo, porque intuyo
también ya lo sabes. Entonces, se me ocurre pensar que querrías verme para
escuchar tu nombre dicho por mis labios evocando instancias de cobijo, calor,
mesura y encanto. Me imagino que podría volver a encender tu sonrisa con el
modo que tenía de mirarte, siempre lo destacabas, te acuerdas, me decías “qué”
y te encendías. Eras fuego y tempestad que azotaba todos los intentos posibles
por apaciguarte. Todo era en vano. Todo lo superabas. Todo lo podías. Todo lo
querías. Creo que por eso querrías verme. Pero no estoy seguro. Y si fuera eso,
con qué fuerzas te recibiría.