sábado, 25 de agosto de 2018

El regalador de libros


Breve crónica, autorreferencial, sobre el paso del tiempo y como  detenerlo 

por Ernesto M. Rathge / Médico psiquiatra y psicoterapeuta

La vida nos va proponiendo distintos "puentes", de esos que se cruzan en un solo sentido. No se puede volver atrás por ellos. La adolescencia, la juventud, la madurez, por ejemplo.
Y quien esto escribe debía cruzar uno. El que lleva a la "tercera edad", ese lugar del tiempo donde uno empieza a envejecer.
Cada "puente" tiene sus íconos, sus acciones que lo representan.
En este caso se trataba de ir a un banco a cobrar "mi primer haber" como jubilado autónomo (no como médico, aclaro, que de eso, ni pienso en jubilarme). Y allí marché un caluroso mediodía rosarino, de esos que te hacen desear vivir junto al mar y no junto al ancho río. Ardía la calle. Mi gestora (para estos casos conviene contratar una) ya había "sacado número". "Todo bien", me dice, "en menos de una hora nos llaman". 22 N el número.
El banco era (es) un salón enorme repleto de escritorios, cajeros y cientos de personas que parecían aguardar tan solo que "su número" apareciese en unas pantallas y que alguien los atienda para irse, pues convendrá el lector que hay lugares de los que uno lo que más ansía es irse.
"Una hora" dije, fastidioso. La gestora me miro con cara de "sos un jubilado nene".
Abuelos acompañados por nietos mayores, señores con bastón o en sillas de rueda, ancianitas dobladas, literalmente, por el paso de los años. En fin, todos ellos ya "habían cruzado el puente" y varios, por lo que se veía, desde hacía bastante tiempo.
Y yo ahí, jugando a no ser uno más de ellos, mientras miraba, ansioso, las pantallas: 22 N.
Podría adoptar el rol de "galán maduro", pensé. Rol peligroso si los hay. Se desliza por un estrecho pasadizo de un lado del cual, si uno se cae, está el rol de "viejo verde" y del otro lado, directamente el de "viejo estúpido".
A los 55 minutos exactos, 22 N en pantalla.
Elizabeth, tal nombre de la agraciada empleada que comenzó a atenderme, derramó sobre mí una interminable cantidad de preguntas, necesarias sin duda, hasta que, ¡se cayó el sistema! La gestora quiso saltar sobre la yugular de Elizabeth, mientras yo en mi papel de gentil hombre, recuerden, solo sonreía.
Elizabeth, se disculpaba. "Vamos a hacerla a mano" exclamó, con un entusiasmo que interpreté como consecuencia de mi galanura.
Y entonces, de pronto, en la escena, desde los vahos del calor de la calle, apareció Albino, con su hermoso portafolio de cuero gastado y su sonrisa de niño eterno.
Allí estaba él, amable lector. Albino Serpi. Quizás usted no lo conozca, pero yo creo que debería ser aplaudido a cada paso en las calles rosarinas y no exagero.
Permítaseme explicar y luego volvemos al banco (que mi trámite está inconcluso aún).
Allá por los años sesenta, un grupo de jóvenes del barrio La Tablada creó una institución increíble: la Biblioteca Vigil. Esos jóvenes creían que la educación no solo los hacía saber más, sino, también, ser mejores personas. Y vendieron rifas, y fundaron dos escuelas, un teatro, un observatorio astronómico, un museo, una editorial. Miles de libros para los niños, los jóvenes, los vecinos del barrio y de la ciudad.
Y Albino era uno de los líderes de ese grupo y el secretario general de la Vigil. También estaban Raúl Frutos, Checha Frutos (la orgullosa directora de la escuela que falleció hace poquito), Duri, Mingo De Nichilo y tantos otros. Gente buena. Ese era su título nobiliario.
Quien esto escribe los conoció especialmente, pues por esos tiempos detentaba una profesión/hobby: la de mago ilusionista. Me sentía el "mago oficial de la Vigil". Y ellos auspiciaron funciones de magia para chicos de los más recónditos lugares, como una escuela de veinte alumnos perdida en el monte entrerriano. O un grupo de pibes que vino de La Rioja y no conocía la luz eléctrica.
Después el proceso militar usurpó la biblioteca. Ya se sabe que la fuerza violenta y prepotente se lleva muy mal con la potencia que otorga el amor por los libros y por la gente. Porque le teme.
La democracia devolvió la biblioteca a sus socios pero tarde. No fue justo eso. Alguno de los fundadores ya no estaban. Pero volvamos al banco que ese es otro tema.
El calor ya le ganaba por goleada al aire acondicionado. Albino, que no me había visto, se acercó al escritorio de al lado. La empleada lo saludó con singular afecto. El abrió su portafolio y sacó un paquetito cuidadosamente envuelto; un regalo.
La chica rasgó el papel. Era un libro, ¡claro! ¿Qué otra cosa regalaría Albino? La joven empleada se lo agradeció con un sonoro beso y él se zambulló en la marea humana que esperaba "ser atendida". Vi, a lo lejos, que "sacaba número".
Seguí con mi trámite. Mi rol de gentil hombre y, más seguramente, la pericia de Elizabeth, había logrado "levantar el sistema". Entonces, "crucé el puente" y me dirigí ¡a cobrar mis haberes! Debut de jubilado.
Ahí si nos encontramos con Albino. ¿Qué libro le regalaste a la chica? le pregunté. "Uno de Riestra... Cuentos. ¿Te gusta Riestra? No lo compres. Yo te lo regalo. Te lo llevo al consultorio".
No había, no hay arrugas en el rostro de Albino. Su sonrisa —más de inocencia que de picardía— se las borra todo el tiempo.
"¿Te conté que estoy en una campaña para que la gente use menos el celular y hable más entre sí?" Y comenzó a sacar escritos de su portafolio. "Léelos si tenés tiempo". "Si claro" le contesté y le di otro abrazo.
Elizabeth había hecho un buen trabajo y a los diez minutos cobré "mis haberes". Albino hablaba animado con un señor, seguro que sobre la defensa de los trenes, o el rescate de los cines de barrio, que son otros de sus temas.
No es cierto lo que le dije al principio. Se le puede ganar a los puentes/encrucijadas que la vida nos plantea.
Y para éste de la "tercera edad" hay una pócima mágica muy efectiva que detiene el paso del tiempo. Créame lector. Tome nota. Voy a pasarle la receta.
Se necesita un viejo portafolio (mejor si es de cuero gastado). Se lo llena de sueños por cumplir, proyectos aunque sean pequeñitos y lindas cosas para darles a los otros.
¡Ah! y no estaría demás una buena dosis de sonrisas. De las inocentes y de las pícaras, porque no está nada mal divertirse todo lo que se pueda. Demasiado difícil ya es la vida, y el lector seguro que lo sabe.
Y entonces se sale a la calle sin quejarse por el calor o por el frío. Que no es bueno "quedarse adentro" (y mucho menos andar quejándose). Y en una de esas se lo encuentra Albino. Lo va a reconocer (y si lo confunde no importa, que hay mucha buena gente andando por ahí). Lo saluda de mi parte y quien le dice, a lo mejor Albino le regala un libro.
23 de abril  “Día Mundial de Libro”. 

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